domingo, 27 de enero de 2019

Niño de todas las edades

Autor: P.J.Plauger (Traducción: Diego Pino García).

La niña se sentó en la sala de espera con sus manos dobladas cuidadosamente en su regazo. Vestía un alegre vestido estampado hecho de uno de esos materiales que habría revelado rápidamente la baratija que era si no hubiera sido cuidadosamente impreso. Sus zapatos a juego estaban hechos con el mismo sumo cuidado. Se sentó erguida y con remilgo, sin inquietud, sin arañar sus zapatos contra las patas de la silla, mostrando una paciencia que legiones de monjas se habían esforzado, en vano, en inculcar a otros niños. Ésta parecía como si hubiera hecho muchas esperas.
May Foster se apartó del espejo bidireccional desde el cual había estado estudiando a su más reciente problema. Siempre se sentía un poco culpable por tener que espiar a niños como este antes de entrevistarlos, pero sin reparos se convencía a sí misma de que le ayudaba a gestionar sus casos mejor. Al evaluar un entrevistado de antemano, se ahorraba preciosos minutos de discusiones y podía normalmente ganar ventaja al principio. Lidiar con niños problemáticos era una proposición donde valía todo, si querías sobrevivir al trabajo sin úlceras.
Aquella paciente podría ser parte de su teatro, pensó May por un momento. Pero no, no tenía sentido. Magníficos actores como eran, estos niños siempre se guardaban sus mejores interpretaciones para su público. No había razón para que la niña sospechara del espejo especial en su primera visita a la oficina de la Sra.Foster. Una de las mejores ventajas que proporcionaba el espejo, de hecho, era el conocimiento sobre cómo se comportaba el niño cuando un trabajador social no estaba en la habitación. Jekyll y Hyde parecían gemelos comparados con los cambios de personalidad de los que May había sido testigo en quince años como orientadora.
May salió del armario oscuro, encendió las luces de la habitación y regresó a su escritorio. Le echó un vistazo a la carpeta una última vez, la cerró delante de ella y presionó el botón de intercomunicación.
─ «Lousie, puedes traer a la niña dentro ahora».
Hubo una pequeña espera, entonces la puerta de la oficina se abrió y la niña entró. A pesar de todos sus preparativos, May se sorprendió. La niña era delgada, mucho más delgada de lo que parecía estando sentada, pero no hasta el punto de parecer falta de salud. Más bien, era el tipo de delgadez que uno ve en gente que todavía está activa a los noventa años. No enjuta, pero que muestra resistencia. Y aquellos ojos.
May fue uno de los primeros voluntarios de Peace Corps que había visitado África Central. Durante dos años luchó contra el hambre y la malnutrición con cada arma, teniendo en cuenta el dinero, que la tecnología moderna podía proporcionarle. A la larga era una batalla perdida, porque la política y los odios tribales condenaban a miles y miles a morir lentamente de hambre. Allí es donde había visto aquellos ojos antes.
Los niños podían sobrevivir al dolor y al hambre, a las marchas forzadas, incluso a la pérdida de sus padres, y aún recuperarse finalmente gracias a la plasticidad de la juventud. Pero cuando sus carnes se derretian hasta el hueso,  con sus barrigas dilatadas, entonces se tornaba una mirada en sus ojos que permanecía con ellos para siempre durante los pocos días que les quedaban de vida. Era una lección aprendida demasiado pronto la de que el mundo adulto no merecía de su confianza, la comprensión de que la muerte era una fuerza real e inminente en su mundo. Durante los siguientes diez años, las pesadillas de May estuvieron poseídas por niños que la miraban con aquellos ojos.
Ahora esta niña estaba frente a ella y la penetraba en su alma con unos ojos que habían mirado demasiado cerca a la muerte.
Tan pronto como había sido capturada, May se sintió liberada. La niña echó un vistazo a la habitación, como si estuviera buscando salidas de emergencia, advirtiendo los documentos del escritorio de May con un rápido barrido de ojos, entonces se encaminó hacia la silla de visitantes y se plantó en ella de golpe.
─ «Mi nombre es Melissa», dijo, dibujando una nerviosa sonrisa ─ «Tu debes ser la Sra.Foster». Se comportaba como una niña pequeña ahora, retorciéndose un poco y golpeando un zapato contra el otro. Sus ojos brillaban con juventud despreocupada.
May se sacudió, recuperándose lentamente. Pensó que había visto de todo antes, hasta ahora. Su pizca de ingenuidad era perfecta, Melissa parecía más una niña modelo de dieciocho años que una alborotadora crónica en proceso de construcción. ¿Qué edad tenía? Catorce. ¿Catorce?
─ «Te han echado de la escuela por tercera vez este año, Melissa», dijo con rigor profesional. May puso su mejor Mirada Autoritaria, fuerza tres.
─ «Sí», dijo la niña sin rastro de remordimiento. La mirada se desvaneció, cambiando a Comprensión Empática.
─ «¿Quieres contarme más sobre ello?», preguntó May gentilmente.
Melissa se encogió de hombros.
─ «¿Qué quieres que te diga? El viejo M...eh, el Sr.Morrisey y yo empezamos a discutir otra vez en clase de historia». Se rió ─ «Tuvo que sacar sus galones para ganarme». Cara seria.
─ «El Sr.Morrisey ha estado enseñando historia durante mucho años», May dijo apaciguadamente ─ «Quizás le pareció que él sabe más sobre el tema que tú».
─ «¡Morrisey tiene la cabeza cuadriculada!» Las cejas de May se dispararon, pero la niña ignoró el reproche, para su enfado.
─ «¿Sabes que estaba intentando colarle a la clase? Trataba de explicar que la Revolución Industrial en Inglaterra fué un paso hacia atrás».
─ «Niños trabajando seis o siete días a la semana en las fábricas, haciendo catorce horas seguidas, todo para ganar unos pocos peniques a la semana. ¡Era todo lo que veía! Nunca se le ocurrió preguntar porque lo hacían si las condiciones eran tan terribles».
─ «Bien, ¿y por qué lo hacían?», preguntó May sin pensar. Se había quedado atrapada por el entusiasmo de la niña.
La niña la miró con condescendencia.
─ «Porque era lo mejor que había en la ciudad, he ahí el por qué. Si no te gustaba ir a la fábrica, siempre podías tratar de mendigar, robar, o trabajar en una granja. Si te veían mendigando o robando por aquel entonces, te quemaban en aceite. En serio. Y el trabajo en la granja…». Hizo una mueca.
─ «Eso eran siete días a la semana de romperte el lomo desde antes de que salía el Sol hasta después de que se ponía. ¿Y qué tenías que demostrar para eso? En un buen año, tenías para comer; en un año malo pasabas hambre. Pero trabajabas duramente tanto si tenías el estómago lleno como vacío. Incluso más duro».
─ «Y al menos con un trabajo en la fábrica tenías dinero para comprar la comida que hubiere cuando fallaban las cosechas. A eso se le llama progreso, lo mires como lo mires».
May reflexionó por un momento.
─ «¿Pero qué hay de los niños mutilados en las fábricas?», preguntó ─ «¿Qué hay de los niños cuya salud fue perjudicada por respirar polvo o avivar fuegos o no tomar el Sol lo bastante?».
─ «¿Has visto alguna vez a un mozo de labranza ser pisoteado por una cuadrillas de caballos? ¿Has sufrido alguna vez una insolación?», resopló ─ «Seguro que esas fábricas eran malas, pero todo lo demás era peor. Trata de explicarle eso al viejo Morrisey».
─ «Hablas como si hubieras estado allí», dijo May con un toque de diversión.
─ «Leo mucho», respondió rotundamente.
De pronto May se acordó por qué estaba allí.
─ «Incluso si tuvieras razón, podrías haber actuado con un poco más de tacto, sabes». La niña simplemente se quedó mirando y se agazapó en su silla ─ «Le has interrumpido la clase dos veces hasta ahora, y también una vez a la Sra.Randolph». May hizo una pausa, puso una marcha más en su modo Comprensión Empática ─ «Sospecho que tu problema no es solo escolar. ¿Cómo te van las cosas en casa?».
Melissa se volvió a encoger de hombros. Era un gesto muy adulto.
─ «Casa». Su tono eliminó cualquier connotación positiva que la palabra pudiera tener. «Mi p...mi padre adoptivo murió el año pasado. Ataque de corazón ¡Bam! La Sra.Stuart todavía no lo ha asimilado». Una pausa.
─ «¿Y tú?»
La niña lanzó una rápida mirada ─ «Todo el mundo muere, tarde o temprano». Otra pausa. «Me hubiera gustado que el Sr.Stuart hubiera aguantado un poco más. Parecía que estaba bien».
─ «¿Y tu madre?», preguntó May delicadamente.
─ «Mi madre adoptiva está deseando que crezca y me vaya de casa. Jesús, me casaría con alguien el próximo mes si la ley lo permitiese». Se movió incómodamente.
─ «Sigue trayendo chicos a casa para que salga con ellos».
─ «¿Te gusta salir con chicos?»
Una mirada calculadora.
─ «Algunos. Quiero decir, me gustan los chicos, pero no me siento preparada para asentarme todavía». Rió nerviosamente ─ «Quiero decir, no odio a los chicos ni nada parecido. O sea, todavía tengo mucho tiempo para ese tipo de cosas cuando crezca».
─ «Tienes casi catorce años».
─ «Soy pequeña para mi edad».
Otra táctica.
─ «¿La Sra.Stuart te alimenta bien?».
─ «Sí, claro».
─ «¿Intentas llevar una dieta equilibrada?»
─ «Por supuesto. Mira, soy delgada por naturaleza, eso es todo. Puede que la Sra. Stuart sea insufrible, pero no está tratando de matarme o algo parecido. Sólo es eso». Una ligera sonrisa atravesó su cara ─ «De acuerdo, lo entiendo».
Melissa pasó a modo falso barítono pedante.
─ «Un síndrome habitual en la sociedad urbana moderna es la aparente falta de nutrición en las jóvenes pubescentes. Aunque dentro de un entorno económico que alza su voz contra la falta de recursos financieros o educación alimentaria, tal tema sin embargo muestra una aparente incapacidad para adquirir suficiente sustancia como para desarrollarse».
─ «El sujeto se encuentra a menudo en un entorno que carece de uno o más roles vitales de apoyo masculino y, en un examen detallado, revela una preocupación mórbida por los cambios funcionales que inciden en el inicio de la condición de mujer. La insuficiencia dietética es claramente un vehículo tácito para evitar las responsabilidades asociadas con tales cambios».
Respiró exagerada y profundamente.
─ «¡Uf! Ese Anderson es un sinvergüenza. Así que te empaquetaron su libro en Psicología Conductiva también, ¿eh?». Sonrió dulcemente.
─ «¿Por qué? Sí. Es decir, lo leemos. ¿Cómo lo supiste?».
─ «Lo vi en tu estantería. ¿Tienes algún caramelo?».
─ «Uh no».
─ «Muy mal. El último trabajador social con el que traté siempre tenía algo a mano. Usted también debería. Es bueno para las relaciones públicas». Melissa miró sin rumbo alrededor de la habitación.
May se estremeció de nuevo. No se había sentido tan fuera de control en años. No desde que la pusieron a prueba con otros niños negros del ghetto. Se mantuvo en sus trece.
─ «Ha sido una actuación muy bonita, Melissa. Veo que lees mucho. ¿Pero alguna vez se te ocurrió que lo que Anderson dijo podría aplicarse a ti? Incluso si bromeas con ello».
─ «Quieres decir, ¿vigilo lo que como porque tengo miedo de crecer?».  Asintió.
─ «Será mejor que lo creas. Pero no por ese engaño que Anderson propaga».
La niña miró las fotografías en el escritorio y miró a May a los ojos.
─ «Sra.Foster, ¿cómo es usted de abierta? No, subráyelo. Todavía no he conocido a ningún fanático que no piense de sí mismo que es la Reencarnación de la Justicia Ciega. Hagamos una prueba más pragmática. ¿Lee ciencia ficción?»
─ «Algo».
─ «Fantasía».
─ «Un poco».
─ «Bien, ¿y qué le parece? Quiero decir, ¿le gusta?». Sus ojos la miraban intensamente.
─ «Bueno, uh, creo que me gusta un poco. La mayor parte me deja indiferente». Vaciló. «Mi marido es lo que lee principalmente. Y mi suegro. Es bioquímico», agregó sin convicción, como si eso justificara algo.
Melissa se encogió de hombros como un adulto, y tomó una decisión.
─ «¿Qué dirías si te dijera que mi padre era un mago?».
─ «Francamente, diría que has creado una elaborada teoría delirante sobre tus padres desconocidos. Los huérfanos a menudo lo hacen, ya sabes».
─ «Sí, Anderson de nuevo. Pero gracias por ser honesta; es la respuesta que esperaba. Sin embargo, sospecho que», hizo una pausa, miró a la mujer con firmeza ─ «está dispuesta a creer que yo soy algo más que su niño adoptivo mal adaptado promedio».
Bajo esa mirada, May no pudo hacer nada más que asentir. Una vez. Lentamente.
─ «¿Qué dirías si te dijera que tengo más de 2400 años?».
May sintió sorpresa, miedo, euforia, una emoción que no tenía nombre.
─ «Yo diría que deberías conocer a mi esposo».

La niña se sentó a la mesa con sus manos dobladas cuidadosamente en su regazo. Los tres adultos jugaban con sus aperitivos y hablaban de cosas sin importancia. Melissa respondió a todos los intentos por incluirla dentro de la conversación con unas pocas palabras educadas, justo el número necesario de palabras precisas que una niña educada debería decir cuando es invitada por primera vez a una cena en la que no conoce a casi nadie. Pero nunca intentó empezar una conversación ella misma.
George Foster, Jr. sentía que la niña aparentemente inocente sentada en frente de él estaba esperando, pero no podía estar seguro. Una cosa de la que estaba seguro era que si esta niña era realmente más antigua que la cristiandad, no tenía ninguna posibilidad de ganarle al trivial. Concluído esto, estaba completamente dispuesto a pasar la velada de manera tranquila. Pero a su manera.
─ «¿Empezarías tú con la ensalada, papá?», le preguntó ─ «Espero que te gusten las endivias, Melissa. ¿O son también de un gusto que no se desarrolla hasta la edad adulta, como el alcohol?». La chica había rechazado una cereza seca, educadamente pero con firmeza.
─ «Estoy seguro de que me gustará la ensalada, gracias. El aliño huele deliciosamente. Es una receta casera, ¿no?»
─ «Sí, de hecho lo es», dijo George con una leve sorpresa. De repente se dió cuenta de que normalmente consideraba que todas las personas delgadas eran quisquillosas, comedores indiferentes. Un gastrónomo no tenía por qué ser gordo.
─ «Ser profesor de historia me otorga más libertad para planificar mi tiempo, más de la que tiene May», se vió explicando ─ «No cocinas cuando estás obligado a hacerlo, pero sí cocinas cuando disfrutas con ello. Esa salsa de mostaza fue una de mis primeras invenciones. ¿Quieres la receta?»
─ «Sí, por favor. No suelo cocinar, pero cuando lo hago me gusta preparar algo que esté por encima de la media». Melissa hizo este bonito cumplido con una aparente falta de engaño. También evitó, notó George, responder a la indirecta sobre su edad. Cada vez estaba más impresionado.
Partieron pan y se deleitaron con la ensalada.
¿Cómo gestiono esto? Por cierto, me ha dicho May que tienes 2400 años. Mira a su padre a los ojos, y se encoge levemente de hombros. Gracias por la ayuda.
─ «Por cierto, me ha dicho May que has estado en Inglaterra una temporada». Ahora por qué diablos había salido con esto.
─ «No se lo he dicho realmente, pero sí, estuve. Lo cierto es que debatimos sobre la revolución industrial, levemente».
¿Has estado allí?
─ «Soy medievalista, en realidad, pero también soy un poco anglófilo". George se contuvo antes de que pusiera su acento pseudo-británico entrecortado, efecto que esa frase siempre provocaba en él. Se sentía especialmente vulnerable de quedar como un idiota bajo esa mirada inocente.
─ «¿Sabes mucho sobre la realeza británica?». Era tan sútil como una amigdalectomía.
─ «Estudiamos un poco en la escuela».
─ «Siempre quise ser otro Almirante Nelson. Maldita vergüenza la forma en la que murió. Qué fue lo que dijo el rey después de su funeral, creo que fue Eduardo...». Melissa dejó su tenedor.
─ «Fue el Rey Jorge, y lo sabes. Mira, antes de que viniera aquí viví en Berkeley durante una temporada». May la miraba ─ «Sé lo que dicen mis registros. Después de todo, yo los escribí...Tal como iba diciendo, vivía en Berkeley hace unos años. Fue justo en medio de lo peor de las revueltas estudiantiles y vivíamos a menos de tres manzanas del campus. Cada día caminaba por aquellas calles y cada noche veíamos las protestas y las cargas policiales por televisión. Aún así no vi ni una sola vez ninguno de esos sucesos con mis propios ojos».
Los miró de uno en uno.
─ «Algo podría estar pasando a una manzana, algo que atrajese a la televisión y a los furgones policiales, y no me enteraría de ello hasta que llegase a casa y pusiese a Cronkite. Creo que una vez respiré gas lacrimógeno». Cogió su tenedor.
─ «Puedes preguntarme todo lo que quieras, Dr. Foster, sobre almirantes y reyes y fechas. Supongo que eso es de lo que va la historia. Pero no esperes que te cuenta algo que no haya aprendido en la escuela. O haya visto en televisión».
Clavó agresivamente un último trozo de endibia. La miraban mientras comía.
─ «Los niños no son invitados a los sucesos que hacen historia. Hasta hace poco todo lo que hacían era trabajar. Trabajar hasta que llegaban a adultos o hasta que morían de hambre o hasta que los mataba una guerra pasajera. Eso es lo más cerca que los niños han estado de la historia, fuera de clase. Las fechas no importan demasiado cuando todos los días son iguales».
George se había quedado sin nada que decir después de aquello, así que se levantó y fue al aparador donde los platos principales se mantenían calientes. Hizo un elaborado ejercicio sacando tapas y recogiendo esterillas.
─ «¿De verdad tienes 2400 años?», preguntó George Foster, Sr. De repente, la pregunta ya estaba hecha.
─ «Por lo que yo puedo calcular», jugueteaba con el pollo y las empanadillas en su plato ─ «Como dije, las fechas no significan mucho para un niño. Fue hace doscientos o trescientos que de verdad me puse a pensar cuando empezó todo. Por aquel entonces, fue un poco duro reconstruirlo. Ahora son 2430 años. Ponle una década arriba o una década abajo». ¡Ponle una década arriba o una década abajo!
─ «¿Y tu padre era un mago?», prosiguió May ─ «No era un mago, era un hechicero». Estaba un poco exasperada ─ «No practicaba la magia o hacía conjuros; era un hombre sabio, un escolástico. Podrías llamarlo un científico, salvo que no había demasiada ciencia por aquel entonces. ¡No es que no supiera mucho de algunas cosas!, obviamente sí sabía, pero no trabajaba con un conjunto organizado de conocimiento como hace la gente ahora».
De alguna manera se había contenido para no llenar su plato y darle una buena dentada al pollo sin tener que interrumpir su exposición. George se maravillaba con las grandes habilidades sociales que tenía la chica.
─ «De cualquier modo, él estaba trabajando en un método para restaurar la juventud. Todo el mundo estaba, en aquellos días. Estaba muy de moda. Hubo de hecho bastante progreso. Recuerdo que un viejo abuelo recobró su salud sexual durante treinta años».
─ «¿Quieres decir que sabes cómo revertir el proceso de envejecimiento?», preguntó George, Sr. con atención. El candelabro no podía borrar todas las líneas de su rostro.
─ «Perdona, no, no dije eso». Observó atentamente la expresión del anciano Foster, su tono le rogaba encarecidamente que la creyera ─ «Solo dije que sé de un hombre que lo hizo una vez. Durante un tiempo. Pero no le dijo a nadie cómo lo hizo, por lo que yo sé. Ese conocimiento murió con él».
Melissa se volvió hacia los demás, esperando que la creyeran.
─ «Mira, así es como era la gente, hasta las décadas más recientes. El secretismo es lo que evitó que la ciencia no floreciese antes. He visto la digitalis ir y venir como remedio al menos tres veces hasta que su uso se convirtió en conocimiento general...De verdad no te puedo ayudar», dijo cuidadosamente.
─ «Te creo, hija». George, Sr. alcanzó la botella de vino.
─ «Mi padre se pasó la mayor parte de su tiempo tratando de adivinar a la competencia. Supongo que los demás hacían lo mismo. Su único caso de éxito soy yo. Encontró una manera de parar el proceso de envejecimiento justo antes de la pubertad, y es lo que me ha funcionado durante todo este tiempo».
─ «¿Te dijo cómo lo hizo?», preguntó George padre.
─ «Sé lo que hay que hacer. No comprendo cómo funciona, pero sé que no sirve en adultos».
─ «¿Lo has intentado?».
─ «Extensamente». Una puerta de hierro que se cerraba resonó en esa palabra.
─ «¿Podrías describir el método?».
─ «Podría. Pero no lo haré. Quizás sea solamente un producto de mi época, pero el secretismo parece el único refugio seguro en este asunto. He tenido unas cuantas experiencias dolorosas”. Esperaron, pero ella no elaboró más.
George, Jr. se levantó y limpió la mesa. Se estiró para coger un plato y se paró.
─ «¿Por qué nos has contado todo esto, Melissa?»
─ «¿No es obvio?». Dobló sus manos en su regazo en esa postura de infinita paciencia ─ «No, supongo que no lo es a menos que hayas vivido como yo he vivido».
─ «Después de que murió mi padre, estuve merodeando por Atenas durante un rato. ¿Ya he dicho que es ahí donde vivía? Pero me conocía demasiada gente y empezaron a preguntarse entre ellos por qué no crecía. Algunos de los hechiceros comenzaron a mirarme de manera especulativa, eso fue antes de que madurara y huyera de la ciudad. No quería morir como prisionera antes de que  alguien llegase a la conclusión de que no tenía nada útil que divulgar.
─ «Pronto me dí cuenta de que no podía escapar de este problema fundamental. Siempre hay alguien dispuesto a acoger a un niño, sobre todo uno sano que esté dispuesto a hacer algo más que su parte del trabajo. Pero después de unos pocos años, se hace obvio que yo no seguía creciendo al igual que los otros niños. La sospecha conduce al miedo, y el miedo conduce a problemas. He aprendido a juzgar con amabilidad cuando llega la hora de seguir adelante».
George, Jr. colocó un servidor cubierto sobre la mesa y descubrió un pastel de capas de chocolate. Al igual que todos los niños de cualquier época, Melissa sonrió encantada.
─ «Es de verdad un fastidio parecer una niña, siendo una niña, especialmente ahora. No puedes obtener un trabajo y pagar el alquiler de un apartamento. No puedes sacarte el carné de conducir. Tienes que pertenecer a alguien e ir a la escuela, o sino alguna agencia del gobierno te dará problemas. Y gracias a los registros modernos, tienes que construir una existencia creíble en papel también. Cada vez es más difícil».
─ «Me parece a mí», intervino George, Jr., «que tu mejor apuesta sería emigrar a alguno de los países menos desarrollados de África o de América del Sur. Sería menos problemático».
Melissa hizo una carantoña.
─ «No, gracias. Aprendí hace tiempo a quedarme con la gente que tiene el mayor estándar de vida. Vale la pena el esfuerzo...Nur wer in Wohlstand lebt, lebt angenehm. ¿Conoces a Brecht, no? Bien».
La niña dejó toda pretensión de querer seguir conversando para zamparse un trozo de tarta.
─ «Ha sido una cena excelente. Gracias». Se limpió suavemente los labios con la servilleta ─ «No he contestado a vuestra pregunta completamente. Os cuento todo sobre mí porque ha llegado la hora de pasar página otra vez. He pasado mucho tiempo con los Stuart. Mis registros ya no me son útiles ahora, de hecho son una vergüenza. Para seguir como hasta ahora, tengo que hacer unos nuevos y colárselos a alguien, de algún modo. Pensé que sería más fácil esta vez contar la verdad». Los miró con esperanza.
─ «¿Quieres decir que quieres que te ayudemos a mudarte a un nuevo hogar de adopción?», George, Jr. se esforzó porque no se notase su incredulidad en su voz. Melissa miró hacia su plato de postre vacío ─ «George, eres un idiota insensible», dijo May con inusitado fervor ─ «¿No lo entiendes? Nos está pidiendo que la acojamos». George estaba atónito.
─ «¿Nosotros?» Bien, ah... Pero no tenemos ningún hijo con el que ella pueda jugar. Quiero decir...». Se calló la boca antes de que empezara a balbucear. Melissa no tornaba la mirada. George miró a su mujer, a su padre. Estaba claro que lo habían superado por completo y ya se habían decidido.
─ «Supongo que es posible», murmuró sin convicción. La niña irguió al fin la mirada, lágrimas acechaban las esquinas de sus ojos.
─ «Oh, por favor. Soy buena con la casa y no hago ruido. Y he estado pensando, quizás no sé mucha historia, pero sé mucho sobre cómo la gente vivió en muchos lugares y épocas diferentes. Y puedo leer todo tipo de idiomas. Quizás podría ayudarte con tus estudios medievales». Las palabras se apelotonaban unas sobre otras.
─ «Y recuerdo alguna de las cosas que intentó mi padre», le dijo ella a George, Sr. ─ «Quizás su formación en bioquímica le permitirá observar donde le fue mal. Sé que tuvo algunos éxitos». George sabía que la niña estaba casi mendigando. No podía soportarlo.
─ «¿Papá?», preguntó George armándose de todo el aplomo que pudo.
─ «Creo que funcionará», dijo George, Sr. lentamente ─ «Sí, creo que funcionará bien».
─ «¿May?».
─ «Ya sabes mi respuesta, George».
─ «Bien, entonces», dijo todavía medio desconcertado ─ «Supongo que es fijo. ¿Cuándo puedes mudarte, Melissa?».
La respuesta, si hubo una, se perdió, en medio de sillas arrastrándose y gritos de felicidad de May y la niña. May siempre quiso un hijo, George razonó, quizás sea bueno para ella. Intercambió una sonrisa tentativa con su padre.
May continuaba abrazando a Melisa con entusiasmo. Por encima del hombro de su mujer, George podía ver la cara de la niña llena de lágrimas. Tan sólo por un pequeño momento, pensó haber percibido una expresión distraída, como si la niña ya estuviera calculando cuánto duraría aquel episodio. Pero entonces su mirada se ahogó en otro mar de lágrimas de felicidad y George se vió a sí mismo sonriendo a su hija.

La niña se sentó debajo del árbol con sus manos dobladas cuidadosamente sobre su regazo. Alzó la vista a medida que George, Sr. se acercaba. Su andar se había vuelto visiblemente menos seguro en el último año; la rigidez y el titubeo incierto debido a la edad ya no se podían ignorar. George, Sr. era un hombre orgulloso, pero no era tonto. Se apoyó cuidadosamente sobre el tocón de un árbol.
─ «Hola, abuelo», dijo Melissa con un toque de calidez. George, Sr. sabía que podía sentir su estado de ánimo, y estaba siendo cuidadosamente desarmado. «Mortimer ha muerto», fue todo lo que dijo.
─ «Me temía que pudiera pasar. Vivió una larga vida, para ser una rata de laboratorio. ¿Sabes algo del último análisis de sangre?»
─ «No». Estaba falto de energía. «Somo productos con fecha de caducidad. Murió de viejo. Podría decirlo de forma más elegante, pero eso es lo que significa. Y no sé por qué de repente empezó a perder la batalla, después de todos estos meses. Así que no sé a dónde ir desde aquí».
Se sentaron en silencio. Melissa estaba tan paciente como siempre.
─ «Podrías darme un poco de tu poción».
─ «No».
─ «Sé que tienes algo de sobra, eres cautelosa. Es por eso que pasas tanto tiempo en el bosque, ¿no es así? Haces las cosas que te enseñó tu padre».
─ «Te dije que no te ayudaría en nada y me prometiste no preguntar». No había ninguna acusación en su voz, era una simple declaración.
─ «¿No te gustaría crecer, en algún momento?», preguntó después de una larga espera.
─ «¿Elegirías ser el Emperador del Mundo si supieras que serías asesinado en dos semanas? No, gracias. Me quedaré con lo que tengo».
─ «Si estudiásemos la composición de tu poción, quizás podríamos encontrar una manera de hacerte crecer y mantenerte inmortal».
─ «No soy tan inmortal. Es por eso que no quiero que mucha gente sepa sobre mí o mis métodos. A algún idiota se le podría ocurrir pegarme un tiro en la cabeza por despecho...Puedo sobrevivir a enfermedades. Una vez incluso llegó a crecerme un dedo: tardó cuarenta años. Pero no podría sobrevivir a grandes traumatismos». Levantó las rodillas y las abrazó como protegiéndolas.
─ «Tienes que darte cuenta que la mayoría de mis defensas son profilácticas. He aprendido a anticipar el daño y a evitarlo lo máximo posible. Pero las defensas de mi cuerpo son sólo extensiones del recurso fundamental de un niño, el crecimiento. Es difícil superar una lesión sin crecer en el proceso. Una vez que ciertas glándulas toman el control, no hay forma de detenerlas».
─ «Los dientes, por ejemplo. Fueron diseñados para una vida finita, tal vez medio siglo de roer los huesos. Cuando el mío se desgasta, todo lo que puedo hacer es arrancarlos y esperar lo que parece una eternidad para que crezcan los reemplazos. También es doloroso. Así que me cepillo después de las comidas y evito los abrasivos. Me mantengo bien alejada de los dentistas y sus prácticas. Así solo tengo que sufrir cada doscientos años».
George, Sr. se sintió mareado por la idea de planificar siglos como uno podría organizar semestres. Tales palabras incongruentes saliendo de la boca de una niña sentada bajo un árbol abrazando sus rodillas. Comenzó a comprender por qué ella casi nunca hablaba de su edad o su pasado, a menos que se lo pidieran directamente.
─ «También sé mucho de bioquímica», continuó ─ «Seguramente te hayas dado cuenta a estas alturas». Él asintió, a regañadientes ─ «Bueno, he estudiado lo que llamas mi “poción” y no creo que sepamos suficiente biología o química todavía para entenderla. No lo suficiente como para hacer cambios».
─ «Sé cómo mantenerme en mi infancia. Ese no es el mismo problema que restaurar a la juventud».
─ «¿Pero te gustaría realmente poder crecer? Tú misma dijiste lo molesto que es ser un niño en el siglo veinte».
─ «Claro, es una molestia. Pero es lo que tengo y no quiero arriesgarme». Se inclinó hacia delante, con la barbilla apoyada en las rótulas.
─ «Mira, he reclutado a otros niños en el pasado, unos que me gustaron, con los que pensé que podría pasar mucho tiempo. Pero tarde o temprano, cada uno de ellos mordieron el anzuelo que estás colgando. Todos decidieron crecer “solo un poco”. Bueno, lo hicieron. Y ahora están muertos. Me quedo con mis juegos de niño, si no te importa».
─ «¿No te importa perder todo ese tiempo en la escuela? ¿Aprender las mismas cosas una y otra vez? ¿Rodeado de nada más que de niños? ¿Niños de verdad?». Puso una pellizca de malicia en el énfasis.
─ «¿Qué pierdo? ¿Tiempo? Tengo mucho de eso. ¿Cuánto tiempo ha pasado de su vida haciendo realmente investigación, en comparación con el tiempo dedicado a redactar informes y conducir al trabajo? ¿Cuánto tiempo consigue pasar la Sra. Foster hablando con niños con problemas? Tiene suerte si es un promedio de cinco minutos al día. Todos pasamos la mayor parte del tiempo haciendo tareas rutinarias. Sería inusual si alguno de nosotros no lo hiciera».
─ «Y no me importa estar rodeado de niños. Me gustan».
─ «Nunca lo he entendido¢, dijo George, Sr. medio abstraído. «Lo bien que puedes mezclarte con niños mucho más jóvenes que tú. Cómo puedes actuar como ellos».
─ «Lo entiendes al revés», dijo en voz baja. «Ellos actúan como yo. Todos los niños son inmortales, hasta que crecen».
Dejó que eso se hundiera por un minuto.
─ «Ahora te pregunto, abuelo, dime por qué debería querer crecer».
─ «Hay otros placeres», dijo finalmente, «mucho más profundos que las alegrías de la infancia».
─ «¿Te refieres al sexo? Sí, estoy seguro de que te refieres a eso. Bueno, ¿qué te hace pensar que una chica de mi edad es virgen?».
Levantó los brazos en señal de vergüenza, como si quisiera evitar tales asuntos a sus oídos.
─ «No, espera un minuto. Tú has sacado el tema», persistió ─ «Mírame. ¿Soy poco atractiva? Buenos dientes, sin marcas de viruela. No hay deformidades visibles. Una chica como yo sería material de primera clase como esposa en algunas sociedades. Particularmente donde la expectativa de vida promedio es, digamos, menor de treinta y cinco años, como ha sido a lo largo de gran parte de la historia. El celibato en la adolescencia y el matrimonio tardío son conceptos que la sociedad solo ha podido conseguir recientemente».
Ella lo miró con arrogancia.
─ «He tenido unos cuantos amantes, y puedes apostar que los he disfrutado tanto como ellos me han disfrutado a mí. No necesitas glándulas para ese tipo de cosas sino más bien terminaciones nerviosas sensibles, y un poco de comprensión. Por supuesto, todos mis novios se quedaron un poco decepcionados cuando no llegué a madurar, pero fue divertido mientras duró».
─ «Claro, sería bueno vivir en el cuerpo de una mujer, sentir todas esas hormonas que te hacen hacer cosas salvajes. Pero para mí, el sexo no es un impulso, es solo otra forma de relacionarse con las personas. Ya reconozco mi necesidad de estar cerca de personas, sin complicaciones de ningún tipo de impulso que necesite satisfacer. Mi vida sería mucho más simple si pudiera prescindir de los demás, Dios lo sabe. Ciertamente no me hace falta ser forzada por una presión glandular para ir en busca de compañía. ¿Qué más hay en la vida?».
«¿Qué más?» George, Sr. pensó amargamente. Un último intento.
─ «¿Conoces a May?», preguntó.
─ «¿Qué ella no puede tener hijos? Claro, eso fue bastante obvio desde el principio. ¿Crees que puedo ayudarla? Sí, lo crees. Bueno, no puedo saber aún menos sobre eso que lo que mató a Mortimer».
Pausa.
─ «Lo siento abuelo».
Silencio.
─ «De verdad lo siento».
Silencio.
A lo lejos, se oía un coche acercándose a la casa. George, Jr. llegaba al hogar. El anciano se levantó del tocón, lenta y rígidamente.
─ «La cena estará lista pronto». Se volvió hacia la casa. «No llegues tarde. Sabes que a tu madre no le gusta que juegues en el bosque».

La niña se sentó en el banco de la iglesia con sus manos dobladas cuidadosamente sobre su regazo. Podía oír la lluvia fría golpeando contra las vidrieras, sus escenas de martirio silenciadas por la noche que acechaba afuera. A Melissa siempre le habían gustado las iglesias. En un mundo lleno de cambios y muerte, una iglesia era un refugio familiar, un lugar de reposo para inocentes asediados en el que prepararse para nuevos encuentros con un mundo hostil. Su hora con los Foster había llegado a su fin. Incluso con la inevitable discordia al final, ya estaba lista para volver la vista atrás sobre su estancia con buen recuerdo. Lo que más la entristecía era que su predicción aquella primera noche que fuera a cenar había sido tan precisa. Tenía esperanzas de que por solo una vez su cínica evaluación de la naturaleza humana fuera errónea y se le concediera un año adicional, incluso un mes más, de felicidad antes de que se viera obligada a marcharse.
Las cosas empezaron a ponerse realmente mal después de que George, Sr. tuvo su primer derrame cerebral leve. En ese momento, George, Jr. pasó a ser el más acusador de todos (el anciano se había rendido con Melissa; tal vez era eso lo que más irritaba a George, Jr). No había nada que pudiera hacer o decir para disminuir la tensión. El solo hecho de estar allí, un niño sano y prepubescente sin cambios en cinco años de fotografías y recuerdos, su misma presencia se convirtió en una burla del declive firme del anciano hacia su mortalidad.
Si George, Jr. se hubiera comprendido mejor a sí mismo, quizás no hubiera sido tan duro con la chica (pero entonces, ella lo habría averiguado por sus cálculos). George pensaba que era May quien tanto quería tener niños, cuando en realidad era su propio subconsciente luchando por esa forma de inmortalidad menor que hizo que su hogar sin hijos pareciese tan vacío. Todo lo que May envidiaba a la niña era una segunda oportunidad para la belleza que creía perdida tras el paso de la juventud. Naturalmente, May cumplió su propia profecía, como lo hacen tantas mujeres, al ir perdiendo un poco más de resplandor con cada año que pasa.
George, Jr. comenzó a seguir a Melissa en sus viajes al bosque. La ira y la desesperación le proporcionaron un sigilo que de otra manera no le habría correspondido a él. Encontró todos sus escondites ocultos y robó insignificantes  muestras de cada una. No le sirvió de nada, por supuesto, ni a su padre, ya que la poción era extremadamente reactiva a la luz (el gran descubrimiento de su padre y el secreto mejor guardado de Melissa). La delicada larga cadena de moléculas se deshizo en una sopa sin sentido de substancias orgánicas comunes mucho antes de que cualquiera de las muestras llegara al laboratorio analítico.
Pero ese robo fue casi su perdición. Melissa no sospechaba nada hasta que empezaron los cólicos abdominales. Solo dos veces antes en su larga historia, ambas veces durante severa hambruna, había sucedido eso. En un auténtico pánico, Melissa se sumergió profundamente en el bosque, para recoger sus hierbas y mezclar sus brebajes y dormir junto a ellos en una madriguera oscura durante los dos días que tardaron en madurar. Los calambres disminuyeron, junto con su pánico, y regresó a casa para descubrir que George, Sr. había sufrido un segundo ataque.
May estaba furiosa, con qué no lo podía decir con precisión. Nadie hablaba con ella. George, Jr. había sido durante mucho tiempo una causa perdida. Melissa fue a su habitación, pensó las cosas durante un rato y se preparó para irse. Mientras se arrastraba por la puerta trasera, escuchó a George, Jr. hablar en voz baja por teléfono.
Hizo un puente al coche de un vecino y se dirigió a la ciudad. Había coches aparcando en la casa de los Foster cuando pasó, aparecieron unos tipos de ojos duros. Melissa se había cobijado en callejones más de una vez para evitar la mirada de centuriones romanos.  Podrían llamarse CIA, FBI o cualquier otro nombre del alfabeto para disfrazar su verdadero propósito en la vida, pero ella los conocía por lo que eran. Se había marchado en el momento justo.
Nadie piensa en buscar coches robados cuando un niño desaparece; Melissa tuvo algo de tiempo para maniobrar. Abandonó el Sedan en la ciudad a menos de una manzana de la estación de autobuses. En la estación, compró a la vista de todo el mundo un billete de solo ida a Berkeley. Era una de las primeras a bordo y se preocupó de preguntarle al conductor, como una niña nerviosa, si este era realmente el autobús a Berkeley. Se escabulló mientras el conductor se perdía entre papeles.
Con un rastro falso tendido, tuvo cuidado de no salir corriendo demasiado rápido en otra dirección. Lo mejor es descansar hasta la mañana, al menos, luego confiar más en caminar que en coger un medio de transporte para llegar a algún otro lugar. A pocas personas se les ocurre caminar mil millas estos días; Melissa lo había hecho más veces de las que podía recordar.
─ «Vamos a cerrar, hijo», dijo una voz detrás de ella. De repente recordó su disfraz y se dió cuenta de que el comentario iba por ella. Se dió la vuelta para ver al sacerdote dirigirse hacia ella, su sotana crujía casi imperceptiblemente ─ «Es casi medianoche», dijo el hombre con una sonrisa, «deberías volver a casa».
─ «Oh, hola, Padre. No le oí venir».
─ «¿Va todo bien? Es muy tarde para estar afuera».
─ «Mi hermana trabaja de camarera, calle abajo. A papá le gusta que la acompañe a su casa. Debería ir a verla ahora. Acabo de entrar para resguardarme de la lluvia un poco. Gracias».
Melissa sonrió con su sonrisa más sincera. No le gustaba mentir, pero era importante no parecer fuera de lugar. No se sabe cuán grande dispositivo de búsqueda podría haberse montado para encontrarla. No tenía forma de saber cuánto creerían a los Fosters. El sacerdote le devolvió la sonrisa.
─ «Muy bien. Pero ten cuidado tú también, hijo. Las calles ya no son seguras estos días».
─ «Nunca lo han sido, padre».
Melissa había pasado como un chico bastante a menudo en otras ocasiones como para saber que la seguridad, de cualquier cosa, dependía poco del sexo. Al menos no para los niños.
Ese asunto con los centuriones la preocupaba más de lo que fingía admitir. El mismo hecho de que hubiesen aparecido en tal número indicaba que George, Jr. había convencido, al menos en parte, a alguien importante.
Por suerte, no había una evidencia clara de que ella era realmente quien decía ser. Las muestras que George, Jr. robó carecían de sentido y las fotos y las grabaciones que May pudiera proporcionar de ella abarcaban un periodo de ocho años. Un tiempo demasiado largo para que una niña pequeña siguiera pareciendo una niña pequeña, pero nada fuera de lo común.
Si tenía suerte, las elucubraciones ya habían comenzado, Melissa solamente era un bicho raro de algún tipo, una adolescente tardía y una maestra del engaño. Los Foster estaban inquietos, todo eso era obvio, gracias a George, Sr. No los creerían al pie de la letra.
Melissa tenía esperanza. Sobre todo esperaba que no consiguieran un buen repertorio de sus huellas dactilares (había limpiado su habitación antes de irse). Las burocracias eran las únicas criaturas a las que no podía sobrevivir. Sería un desastre si el gobierno de los U.S.A le guardara rencor. O quizás, esta era la última vez que intentaría ser honesta durante un tiempo.
La lluvia había menguado dando lugar a constante llovizna. Era una mejora, pensó, pero todavía era imperativo que encontrase algún cobijo para pasar la noche. La lluvia enmarañaba su pelo recién cortado y se filtraba a través de su delgada chaqueta de béisbol. Tenía frío y estaba cansada.
Melissa desenterraba los recuerdos, alimentados a lo largo de cientos de años, de su primera, verdadera niñez. Recordaba a su madre, rolliza y de cabello rubio, y cuán seguro y cálido era arroparse en su regazo. Ella ya no estaba ahora, al igual que todos los millones de madres de otras eras. No había marcha atrás.
Más adelante, en el otro lado de la calle, una marquesina de cine salpicaba su luz a través de la llovizna. Letras en negro daban un saludo de bienvenida:

WALT DISNEY
SESIÓN TRIPLE
ACTUACIONES CONTINUAS
PARA NIÑOS DE TODAS LAS EDADES

Esa soy yo, se dijo Melissa, saltando hábilmente sobre la alcantarilla atascada por la lluvia. Cruzó la calle en una larga diagonal, siempre a la búsqueda de coches, y entregó su dinero en la taquilla. Dejando atrás el frío y la lluvia durante un rato, se zambulló agradecida en la acogedora oscuridad.

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